jueves, 2 de agosto de 2012

La conversación telefónica

Años setenta. Interior de una casa, noche. Tarde.

  Nuestro protagonista, llamémosle Harvey Milk, se dedica a la política y vive en San Francisco. Su principal objetivo es que los homosexuales sean reconocidos en la sociedad sin sentirse maltratados por homófobos heterosexuales. Aunque todavía no ha logrado nada, está bien encaminado a ser el primer político abiertamente gay en ser elegido para un cargo nacional. Ha logrado que centenares de parejas gays y lesbianas se sientan a gusto en un barrio de San Francisco, el distrito de el Castro, un lugar donde pueden salir y pasarlo bien y vivir sin miedo a ser juzgados.
  Pues bien, Harvey ha tenido un día duro. Ha llegado a casa derrotado tras un largo debate sobre si los profesores homosexuales podrían seguir impartiendo clases o no. Tiene todas las de perder en las próximas elecciones. Ha discutido con su novio, Scotty, como cada noche. En resumen, no ha tenido un buen día. 
  Suena el teléfono. Es uno de sus socios, con malas noticias. La propuesta homófoba de su adversario va ganando en varios estados con más del 60% de los votos. Eso es todo.
  Harvey cuelga el teléfono y se derrumba sobre su silla de oficina. Todavía tiene que trabajar, ¿pero para qué? Por primera vez, la derrota le hace sentir ganas de rendirse.
  Suspira, se frota los ojos para desprenderse del cansancio y mira las innumerables hojas desperdigadas encima de su mesa. Antes de que pueda leer nada, vuelve a sonar el teléfono.
  Lo coge pensando que va a ser su socio otra vez, pero no es así.
-¿Diga?
-Señor Milk, hola-. Es una voz masculina muy joven, adolescente. Habla en un tono entre preocupación y tristeza, aunque es difícil de decir tras una frase tan corta. 
-¿Quién llama?- pregunta Harvey, algo molesto. Nadie contesta y se cree objetivo de una broma. -Oye, seas quien seas. Si es una broma, no tiene ninguna gracia. He tenido un muy mal día y...
-Señor Milk, creo que me voy a suicidar.
No es una broma, definitivamente. El tono del chico es demasiado serio y parece a punto de llorar. Harvey permanece sorprendido y horrorizado durante un par de segundos, en los que su mundo se derrumba ante él. Reacciona relativamente rápido ante la noticia.
-No. No hagas eso. ¿Por qué ibas a hacer eso? Eres joven, tienes toda una vida ante ti. ¿Cuántos años tienes, 15, 16?
-Acabo de cumplir 16- responde la voz, impasible ante las preguntas de Harvey. Toma aire y sigue hablando. -Mis padres van a llevarme mañana a una clínica, para curarme.
-¿Qué?- pregunta Harvey rápido, aunque lo ha oído perfectamente y ambos lo saben. -Escucha. No te suicides. No lo hagas. Tú no estás enfermo, y Dios no te odia. Los gays no estamos enfermos, somos personas normales como cualquier otra. Escucha atentamente. Esto es lo que vas a hacer. Escapa esta noche. Coge algo de dinero y escapa a la gran ciudad más cercana, sea cual sea. San Francisco, Los Ángeles... ¿Cuál es?
-Soy de un pueblecito de Massachusetts. Pero es que...
-Espera, espera. Un momento. ¿Cómo has oído hablar de mí?- preguntó Harvey. Él se creía conocido en grandes urbes modernas, no en pequeños pueblos conservadores.
-Vi una foto suya en el periódico. Pero señor Milk, yo...
Harvey volvió a interrumpirle, emocionado.
-¿Has... has visto una foto mía... en un periódico del otro lado del país?- preguntó a duras penas. -¿Y salía guapo?- rio. No tenía ni idea de que se hablara de él en todo el país, o por lo menos en en Massachusetts.
Justo en ese instante, cuatro amigos de Milk irrumpieron en su apartamento, gritando de forma caótica. Harvey se giró sobresaltado, como bajando a la tierra de golpe. Gritaban algo sobre un asesinato, una revolución, una revuelta, una manifestación improvisada, se necesitaba su ayuda... Harvey iba procesando trozos sueltos de esta información. Sin pensarlo ni cambiar de expresión, dejó caer el auricular del teléfono, cogió su chaqueta y se largó, envuelto en una nube de gritos, sobresaltos, alarmas y sustos horribles.
El auricular se quedó en el suelo, y el chico que estaba al otro lado tampoco había colgado.
-¿Hola? ¿Señor Milk?- ahora lloraba de verdad. -Señor Milk, no puedo, no puedo huir. No... no puedo moverme...
Comprendió que el señor Milk había abandonado precipitadamente la conversación, y lloró con aún más fuerza. Sus propias palabras rebotaban en su cabeza. 'No puedo huir, no puedo moverme'...
Atrapado en su propio infierno, colgó el teléfono. Movió su silla de ruedas y se fue a dormir.

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